En el Antiguo Testamento los ángeles
constituyen un espacio sobrenatural que une el mundo de Dios con el de los
hombres. Aparte de la función de estar al servicio de Dios, tanto como
mensajeros como adoradores (Sal 29,1; Job 1,6; 2,1; 38,7), también aparecen
como protectores de los creyentes, ayudando a los gobernantes de Israel o a los
hombres piadosos.
En lo referente a su forma, normalmente
los mensajeros divinos son descritos como indistinguibles de los seres humanos
(Gn 19,1-22; 32,25-31; Dn 8:15; Tb 5,8.16; Jue 13,3-23): toman apariencia
humana, comen, beben (Gn 18,8) –aunque no tienen necesidad de ello– y sólo se
les reconoce como seres divinos, si manifiestan su verdadera identidad. Una vez
cumplida su misión, tienden a desaparecer. Otra posibilidad es que no aparezcan
con forma humana, como en Ex 3,2, donde el ángel de Yahvé se le aparece a
Moisés en forma de llama de fuego en medio de la zarza.
Poseen una gran belleza, con una
naturaleza espiritual y una fuerza superior, a pesar de mostrar un comportamiento
similar al de los hombres, pero inferior a Dios. Tienen una sabiduría superior
a la humana, pero no ilimitada, y están privados de realizar cualquier acción
autónoma; se encuentran siempre sometidos a Dios, salvo en el caso de Gn 6,1-4:
Ahora
bien, sucedió que comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la superficie
del suelo y les nacieron hijas; y observaron los hijos de Dios que las hijas
del hombre eran bellas, se procuraron esposas de entre todas las que más les
placieron.
Su existencia es eterna y nunca se
precisa su sexo, a excepción de Gn 6,2. Aquí mantienen relaciones con las hijas
de los hombres, es decir, seres divinos tienen relaciones con seres mortales,
de lo que podría encontrarse un paralelo en las uniones sexuales entre dioses
griegos y humanos, un tópico común en la mitología griega, cuyo resultado es
igualmente el nacimiento de un ser semidivino o un héroe.
El sistema angelológico de 1 Henoch
descansa básicamente en una dualidad basada, por una parte, en ángeles fieles y
arcángeles, ambos seguidores de Dios, y, por otra, en ángeles caídos. Uno y
otro bando existe desde la eternidad.
Existe otra denominación "ángeles
castigadores" en 56,1; 62,11; 63,1, referida a los que se encargan del
castigo de los ángeles caídos y los hombres poderosos y reyes "que poseen
la tierra". Este tipo de ángeles castigadores también pueden soltar la
fuerza de las aguas del diluvio.
La función de los ángeles fieles es
principalmente la de servir de intermediarios entre Dios y los ángeles malos,
el mundo y el hombre, aunque cabe decir que los arcángeles destacan del resto.
Ellos son los encargados de castigar a los ángeles caídos y a otra clase de
demonios.
Aparte de este tipo de ángeles existe una
cohorte celestial compuesta por serafines, querubines, coros, potestades y
dominaciones.
En el lado contrario, están los ya
mencionados ángeles caídos, cuyo estatus se debe a una falta doble:
a) Unirse a las hijas de los hombres.
b) Revelar secretos que son perjudiciales
para la humanidad.
Estos secretos se relacionan en parte con
los conocimientos que el titán Prometeo afirma que ha proporcionado a la
humanidad en el Prometeo encadenado de Esquilo.
Conclusión
Los ángeles, divinidades relacionadas con el fulgor, conectan el cielo con la tierra, están subordinados a Dios y en cierta manera a los hombres, a pesar de ser
superiores a estos tanto en conocimiento como en habilidades. Han de actuar como
mensajeros o protectores, aunque también han de imponer castigos, una de las funciones que derivan de su principal papel, regir el buen funcionamiento del cosmos.
Por ello, también manejan el curso de los astros o los fenómenos naturales, llegando a identificarse con ellos. No obstante, ellos mismos, si comenten una falta, como es la de olvidarse de su estatus uniéndose a las hijas de los hombres, no tendrán
vuelta a atrás, no tendrán posibilidad de arrepentirse. Serán castigados por seres de
su misma clase y quedarán a la espera del Juicio Final, cuya sentencia ya está adjudicada: arder en el fuego eternamente.
El fuego también es un elemento con el que parecen estar vinculados constantemente: su composición, su vida se basa en él y, sin embargo, este les acabará
consumiendo por su falta, así como a las estrellas con las que se identifican, a las
que igualmente constituye:
De allí fui a otro lugar en el occidente, hasta los confines de la tierra. Vi un fuego
ardiente que fluía sin cesar ni terminar su flujo día y noche, sino que se mantenía
siempre igual. Pregunté así: «¿Qué es esto que no cesa?». Entonces me respondió
Ragüel, uno de los santos ángeles, que estaba conmigo y me dijo: «Esta corriente
que has visto hacia occidente es el fuego que arde en todas las luminarias del cielo».
Las estrellas al desviarse de su curso sufrirán el mismo destino que los ángeles,
quienes al unirse a un ser efímero abandonan su eternidad para convertirse en estrellas fugaces.
Extracto de Angelología en I Henoc: estrellas fugaces. María Flores Rivas