¡Oh, reina del cielo! Tú, cierto, eres santa y
abogada continua del humanal linaje. Tú, señora, eres siempre liberal en
conservar y guardar los pecados, dando dulcísima afición y amor de madre a las
turbaciones y caídas de los miserables: ningún día, hora, ni pequeño momento
pasa vacío de tus grandes beneficios.
Tú, señora, guardas los hombres, así en
la mar como en la tierra, y apartados los peligros de esta vida, les das tu
diestra saludable, con la cual haces y desatas los torcidos lazos y nudos
ciegos de la muerte, y amansas las tempestades de la fortuna, refrenas los
variables cursos de las estrellas: los cielos te honran, la tierra y abismos te
acatan.
Tú traes la redondez del cielo, tú alumbras el sol, tú riges el mundo y
huellas el infierno; a ti responden las estrellas, y en tí tornan los tiempos;
tú eres gozo de los ángeles; a ti sirven los elementos; por tu consentimiento
expiran los vientos y se crían las nubes, nacen las simientes, brotan los
árboles y crecen las sembradas; las aves del cielo y las fieras que andan por
los montes, las serpientes de la tierra y las bestias de la mar temen tu
majestad.
Yo, señora, como quiera que para alabarte soy de flaco ingenio y para
sacrificarte pobre de patrimonio, y que para decir lo que siento de tu majestad
no basta facundia de habla, ni mil bocas, ni otras tantas lenguas, ni aunque
perpetuamente mi decir no cansase; pero en lo que solamente puede hacer un
religioso, aunque pobre, me esforzaré que todos los días de mi vida contemplaré
tu divina cara y santísima deidad, guardándola y adorándola dentro del secreto
de mi corazón.
La Metamorfosis de Apuleyo
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